Mucha gente dispone hoy en día de calefacción en sus casas, pero en aquella
época y dentro del estrato social de familia-obrera-residente-en-el-extrarradio,
al que nosotros pertenecíamos, lo usual era tener una buena estufa de gas butano y
punto. Ésta que veis arriba, nuestra vieja Otsein, fue la reina del invierno en nuestro hogar durante una buena veintena de años, y luego tuvo una jubilación
digna en la casa del pueblo... Sólo el mirar esta imagen me evoca entrañables
recuerdos de infancia. Ahora me estoy preguntando dónde se metía esta señorita durante los meses de calor... En fin, misterios de las casas paternas.
Por supuesto, en casi todas las casas, la estufa se colocaba en el
salón-comedor, donde la familia pasaba más tiempo. Como una sola estufa era
insuficiente para calentar todo un piso, lo normal era cerrar la puerta del
comedor y aislarlo del resto de la vivienda, con lo cual creabas una
temperatura muy alta en la pieza mientras el resto del piso estaba directamente
helado... El hacer una excursión al lavabo era como salir de expedición a la
Antártida, por no hablar de la combustión del butano, que, sumado a la intensa
neblina de los Ducados de papá, creaban una atmósfera enrarecida y algo baja en
oxígeno que te sumía en una deliciosa somnolencia mientras veías la tele a oscuras, por la noche...
Claro que el 70% del calor que producía la estufa era
absorbido directamente por mamá, que se colocaba en
una silla delante de la misma hasta casi quemarse la bata. Os juro que, cuando
se levantaba para cualquier cosa, se notaba un aumento de la temperatura
inmediato...
Por cierto, que uno de los recuerdos más entrañables que tengo de la librería en la que
desde pequeñito me compraba los tebeos y el material escolar, era el olor… El
matrimonio que la regentaba, siempre estaba sentado al fondo de la tienda, junto
a la estufa de butano, y el olor tan característico de la combustión de la
estufa se mezclaba con el de la tinta fresca de los libros y los tebeos que
había allí expuestos…
El procedimiento para aprovisionarse de combustible para nuestras estufas era bien simple: El butano pasaba
varios días a la semana. En concreto en nuestro barrio, la llegada del camión
se anunciaba con un ensordecedor entrechocar de bombonas vacías (que yo
siempre, de pequeño, esperaba que explotasen con los golpes, cosa que por
suerte no llegó a pasar nunca). Al estruendoso campaneo salían todos los
vecinos a las ventanas, balcones y terrazas: ‘Butano, 1 al 4º 1ª!’ ‘Butano, 2 al 5º!’ gritaban las mujeres.
Siempre fue un misterio para mí cómo aquellos fornidos butaneros podían
memorizar todos los pedidos… Cuando llegaban a tu casa, había que pagarles la
bombona más propina (que se incrementaba proporcionalmente a la altura que tu
vivienda ocupaba en el edificio). Luego le quitaba el tapón negro a la bombona
llena, y se lo colocaba a la vacía que se llevaba, lo cual me daba bastante
rabia, por cierto. Qué tranquilidad te daba el tener de nuevo las bombonas de la
casa llenas otra vez… Si alguna vez el butano no pasaba el día habitual, la
sensación de inseguridad y zozobra en el vecindario era general. Y es que
dependíamos totalmente de aquellas entrañables y rechonchas bombonas para
nuestra sencilla vida diaria…
La verdad es que eran muy pesadas e incómodas de transportar, hasta que alguien –bastantes años más tarde- inventó éste sencillo pero práctico artefacto:
Recuerdo que ya a principios de los 70, cuando nació mi primer hermano, mis
padres compraron la gran novedad de la época: una de aquellas estufitas
eléctricas de barras de cuarzo. La colocaban en su habitación, donde estaba la
cunita, o la llevaban al comedor, donde, encima de la mesa protegida con un
hule, mi madre le daba al bebé sus primeros baños en una bañerita de plástico
(nuestro cuarto de baño era minúsculo, y con plato de ducha, así que el nene
tardó algún tiempo en utilizarlo). Como veis, las normas de seguridad doméstica en casa eran seguidas muy laxamente... Una estufa eléctrica sobre la misma mesa donde un bebé daba manotazos al agua muy contento... En fin... Bueno, a mí personalmente, me parecía aquel un artefacto de lo más
futurista. Y cómo olía a polvo quemado, cuando la encendías… Las
pequeñas Butsir, que utilizaban una mini-bombona muy graciosa, también fueron
una buena solución para ‘descentralizar’ la calefacción…
Para las duchas, disponíamos de un fantástico (y diminuto) termo eléctrico. Ni que decir
tiene que se trataba de uno de los elementos más peligrosos de la casa (de nuevo la seguridad)...Tener
un artefacto eléctrico como aquél DENTRO de la zona de ducha (de hecho, la alcachofa de
donde provenía el agua estaba directamente fijada al mismo) era algo que sólo
se nos ocurría en los 60-70s. Incluso el enchufe estaba justo al ladito. El gran
inconveniente de estos aparatos era que tardaban mucho en calentar el agua.
Había que enchufarlo y esperar. Y el segundo inconveniente es que calentaban
una cantidad limitada de agua, y a menudo, el último de la familia en utilizarlo
se quedaba sin agua caliente…
En fin, como veis en
casa lo teníamos todo más o menos controlado, pero… Cuál era nuestro
equipamiento para salir a la calle? Bien, normalmente nos cargábamos de ropa. En la época no
teníamos esas fibras modernas, tan ligeras y termo-transpirables (o al menos no estaban a nuestro alcance)… Nos
embutíamos en varias capas de prendas, y así combatíamos el frío.
La primera capa consistía en una buena camiseta afelpada con sus
correspondientes calzones tipo ‘abuelo’. Los slips de nylon de finales de los
70 (que luego acabaron siendo perjudiciales, según se dijo) aún no habían
llegado, así que la ropa interior era blanca, y de algodón. Aquellos
calzoncillos tenían un complicado sistema de pliegues que la mayoría no
solíamos utilizar, si sabeis lo que quiero decir...
Un buen jersey cuello cisne, que tanto se llevaban (que de pequeño eran
estupendos, pero en la segunda mitad de los 70 resultaban incómodos por la
incipiente melena, que en determinado punto de crecimiento no sabías si colocar
por fuera o por dentro de la prenda) y unos pantalones de franela, con sus
correspondientes calcetines de lana, constituían la capa siguiente. Los zapatos
eran importantes, también. Nuestros zapatos infantiles eran tanques
todoterreno, nada que ver con las deportivas y otros tipos de calzado ligero con
sistemas de transpiración ultra-modernos que los niños llevan hoy al cole. Los
zapatos debían durarte toda la temporada, y si no te los ponían a la siguiente
era porque sencillamente el pie ya no te cabía dentro... Aunque por
desgracia, no pasaba lo mismo con los pantalones. Casi todos los chavales
llevábamos las típicas marcas de haber bajado el dobladillo (por no hablar de los ocasionales parches de
skai en las rodillas).
Encima de todo el conjunto, una buena camisa de franela o un chaleco de lana cuello de pico y coronando el
pastel invernal, una trenka (si había suerte, ya que era el último grito). Yo heredaba muchas cosas de mi primo. Una de las que
recuerdo con más cariño fue un chaquetón de cuadros con el cuello de borreguillo
estilo Starsky.
Y si el frío
apretaba mucho mucho, pues un buen pasamontañas. Más adelante se pusieron de moda las bufandas kilométricas. Si arrastraban por el suelo, tanto mejor,como
el macuto militar, pero aún faltaban algunos años para eso, a finales de los 70…
Puede que sea mi imaginación, pero en aquella época… ¿llovía más que ahora?
Recuerdo que en el primer trimestre del cole, las lluvias eran muy frecuentes.
Además de vivir en la parte alta (lo que había sido directamente montaña pocos
años antes), las calles no estaban asfaltadas todavía (mi calle se asfaltó
cuando yo ya tenía unos 14 años), con lo cual las aguas llenas de tierra rojiza
bajaban por las calles como ríos. Y los charcos eran abundantes y muy
profundos, en ocasiones… Los chavales nos encasquetábamos nuestras botas de
agua (negras, todavía no había llegado el diseño a este adminículo de goma
forrado de felpa) y nos metíamos directamente en ellos. A veces el agua casi te
llegaba al borde de la bota.
Y claro, en esas ocasiones, también nos colocábamos un impermeable encima.
Antes de que llegaran los famosos canguros (los chavales nos volvimos locos con
aquellos impermeables plegables), solíamos llevar impermeables de plástico
grueso. El que más recuerdo fue uno azul que tuve. Era tipo capa, o sea, sin
mangas, y yo fantaseaba con que era un aguerrido bombero cuando lo llevaba puesto. Tenía dos ranuras a cada lado para que sacases las manos si querías, muy práctico si te caías de morros con las manos dentro del impermeable. Y
la cartera iba por dentro también, claro... Aún no llevábamos
paraguas, cuando éramos pequeños. De todas formas, eran bastante sosos, así que
tampoco nos interesaban demasiado. Spiderman o Disney aún no habían hecho su
aparición en estos chismes.
En fin, qué decir de los guantes… Cuando éramos pequeñitos, nos colocaban
las manoplas, muy fáciles de poner. El desafío venía más tarde, cuando se trataba de meter
TODOS los deditos en el guante, lo cual parecía imposible.O faltaban dedos en el guante, o te sobraban en la mano... ¡Qué sensación de
agobio, el no acertar con cada dedo en su sitio! Recuerdo que a finales de
los 70 se pusieron de moda las manoplas de piel girada , forradas de
borreguillo, en plan esquimal. Volvíamos a los orígenes.
Bien, cuando el día acababa y volvíamos a casa al atardecer, era el momento
de colocarse la bata. Al menos en casa, era así. Mi padre, lo primero que
hacía cuando llegaba del trabajo, era colocarse la bata de boatiné y las
zapatillas de cuadros. Y al igual que en verano tendía mi mini-alfombra al lado
de la suya para ver la tele tumbados en el suelo, yo también tenía mi batita y
mis zapatillas de cuadros a escala. Y volvemos a lo de siempre: Entonces no las
había de equipos de fútbol o con motivos infantiles: Simplemente eran más
pequeñas. Mi color preferido solía ser el granate, aunque creo que tuve alguna
de color verde botella (un color muy de moda en la época)
En casa, la comida también jugaba un papel fundamental, en invierno. Como
mi padre comía fuera, de fiambrera, mi madre cocinaba los platos contundentes
para la cena. ¡O sea, lo contrario de lo que
tenía que ser, vamos! Medidas de seguridad nulas, alimentación caótica... Menuda familia! Así pues, las cenas en casa, los días laborables, eran a base de cocidos, estofados o guisados. Bueno, te ibas a la cama con un
montón de calorías, eso sí.
Y cuando por fin llegaba la hora de acostarse, todos hacíamos cola en
la cocina delante del cazo de agua hirviendo, donde mi madre nos llenaba
aquellas botellas de goma (originalmente forradas de felpa de cuadros, hasta que
la funda desaparecía misteriosamente) en las que envolvíamos nuestros meyba y que colocábamos
en la cama poco antes de irnos a dormir.
Qué sensación tan agradable colocarse el pijama calentito en aquellas
habitaciones heladas. Al principio costaba mantener los pies en la bolsa, que
directamente quemaba, y luego, en algún punto de la noche, le dábamos la patada
fuera de la cama. Eso cuando alguna no perdía parte de su contenido en el
colchón… A veces este tipo de accidentes sucedían, y no era muy agradable, la
verdad. Y podía prestarse a desagradables equívocos, claro…
El equipamiento de nuestras camas también era diferente en invierno. Unas
buenas mantas Paduana (noches de confort) con sus sábanas Burrito Blanco (o
Guasch: ‘Y por las noches, qué harás? Dormir en sábanas Guasch!’) y alguna de
aquellas colchas de ganchillo, y a dormir (bajo varias toneladas de peso). Lo
dicho, a falta de los materiales modernos y los prácticos edredones nórdicos,
la solución para estar abrigado en la cama era acumular capas y capas de ropa, con lo cual la movilidad bajo todo ese equipamiento era más bien reducida -y más si vuestra madre, como la mía, tenía la costumbre de 'remeterlo' todo bajo el colchón tras meterte en la cama, dejándote tan empaquetado como el bocata del cole- .
Mi abuela, más práctica –o quizás más friolera- optaba por una buena manta
eléctrica, aunque mis padres desconfiaban abiertamente de ellas. Siempre había
alguien que se había electrocutado con una en alguna parte, o ellos lo creían
así, pero... ¡me imagino que se debía dormir de vicio! La chica de la foto, al menos, parece muy feliz (y enamorada de su mando)
En fin, aquellos inviernos de nuestra infancia parecían más invierno que
éstos, aunque puede que la nostalgia juegue un papel importante en la memoria,
supongo. Probablemente sí que pasábamos más frío por las razones ya expuestas,
pero también hay algo muy cierto: Hay sensaciones que no se olvidan por años
que pasen, y una de ellas es aquel aroma tan familiar del guiso borboteando en
la cocina mezclado con el olor de la estufa de butano…
Olor de hogar, calor de hogar.
Olor de hogar, calor de hogar.
Hola, Miguel, este post es entrañable. Está lleno de recuerdos que muchos compartimos, se siente uno identificado.
ResponderEliminarY, además, muy bien escrito.
Un abrazo.
Me alegro de que te haya gustado, Urko. Tu blog es magnífico, por cierto.
ResponderEliminarEn cuanto a los recuerdos... En la época todo estaba más unificado, si pertenecías a la misma clase social. Había menos donde elegir, por así decirlo. Creo que es por eso por lo que es más fácil compartir memorias. A mí me pasa lo mismo al leer otros blogs, como por ejemplo el tuyo. Así nos alimentamos unos a otros :)
Un saludo!
Es el primer comentario que hago en este blog, que he descubierto hace muy poco. Más vale tarde que nunca.
ResponderEliminarYo nací en 1961 y me veo reflejado en casi todos esos recuerdos, muy bien evocados, y muy bien escritos.
Muchas gracias, Miguel.
¡Hombre! Me alegro ver por aquí a Urko, de cuyo Blog soy un gran seguidor. Saludos a los dos.
He notado el olor y hasta el calor de la estufa mientras iba leyendo, aunque en mi caso (y en mi casa) era SuperSer, no Otsein :-D
ResponderEliminarEl uniforme de mi colegio tenía una trenka como abrigo. Gracias a eso pude tener una, que me encantaban... je je je.
Me ha encantado la lectura.
Besotes :-*
Muchas gracias por tus amables palabras, Núria. Me alegro de que hayas disfrutado con el post.
ResponderEliminarPues buscando en la red , he tecleado "estufa dd gas otsein años 60", y la ví.
ResponderEliminarLa vieja estufa de gas que teníamos en casa.
De color marrón chocolate en los laterales y la parte delantera por arriba una rejilla para dinfundir el calor.
Creo recordar que solo tenía dos posiciones mínimo y máximo.
Me ha encantado leerte ya que yo nací en 1960 y en aquella infancia nuestra que tan bien has descrito, era tal cual.
Yo también creo que llovía mucho mas que ahora y que los inviernos eran muy crudos así como llegar al baño.
Un saludo,.