En la época, y en la mayoría de los hogares, el sábado era el día de ducha semanal para toda la familia, incluyendo a la chavalería... Se encendía el termo eléctrico bien tempranito, se preparaban unas «mudas» y hala: ¡A pasar por el agua todo el mundo!. Imagino que el resto de la semana, se practicaría el denominado «lavado del gato»... En fin, prácticas higiénicas que rápidamente modificábamos nada más entrar en la adolescencia, claro (llegados a este punto sería conveniente señalar que cada vez más voces se alzan recomendando volver a aquellas antiguas costumbres, incluso la de algunos dermatólogos)... De momento seguiremos con nuestras actuales duchas diarias, por si las moscas -nunca mejor dicho-.
Volviendo al tema que nos ocupaba, esos termos tenían una capacidad limitada de agua caliente, que se iba consumiendo a medida que la familia iba pasando por la ducha, así que al último, por regla general, le tocaba bañarse con agua fría...
El secador era de uso prácticamente reservado a mamá, porque todos llevábamos el pelo muy corto, la verdad. Y ahí es donde quería llegar: He aquí aquel entrañable secador que estuvo durante parte de mi infancia y adolescencia bien guardadito en una caja de lata decorada con motivos japoneses, en compañia de la misteriosa red lila de mamá (que jamás le ví utilizar, francamente, pero era de reglamento) y los rulos y bigudíes de rigor...
Un «Secador de cabello Taurus S3-MV» que funciona perfectamente todavía y vive su merecida jubilación en la casa del pueblo...