sábado, 3 de mayo de 2014

DE MÉDICOS Y POTINGUES...

Por suerte, nunca tuve grandes problemas de salud cuando era un chaval. EXCEPTO por el hecho de que –según mis padres- era un niño que no ‘les comía nada’ :) Esto, más bien algo  corriente a esas edades (ya que uno nunca cumple las expectativas de sus padres en lo que atañe a la alimentación, yo diría), hizo que mantuviera un contacto constante con el sistema sanitario de la época: sus médicos, analíticas, practicantes  y recintos varios consagrados a la augusta práctica de la medicina un poco catetilla de la época, ya que mis padres se empeñaron en solucionar el tema sí o sí… 'El niño está bien, un día llegará que hará ‘el cambio’, decía el doctor… Bueno, al final, todo llega, y un buen día hice el esperado ‘cambio’. Ése ‘cambio’ que tanto mis padres como el pobre dr. Orta (que debía estar hasta las narices de la familia) tanto habían esperado durante años. Pero mientras tanto, el hecho de ‘ir al médico’, ir a ‘hacerse un análisis’ o bien ‘ir al especialista’ se había convertido en algo corriente y casi cotidiano en casa.


Médico de cabecera de la época, con su paquete de tabaco sobre la mesa.

Me hinché de lo que ahora llamamos ‘analíticas’ y que entonces se llamaban por su verdadero nombre: ANÁLISIS DE SANGRE :) No sé muy bien qué esperaban encontrar allí, pero supongo que tampoco había mucho más donde buscar… Así que, de vez en cuando, y supongo que por no vernos durante una temporadilla por la consulta, me ‘mandaban un análisis’. Lo único que recuerdo con cierto agrado de aquella desagradable práctica, eran los desayunos que me metía entre pecho y espalda después… Como había que ir en ayunas… Qué paradoja, no?


Y mientras los análisis revelaban quién sabe qué ignotos secretos, la cosa era irme atiborrando de vitaminas, hierro, calcio, etc, etc. Seguro que a muchos esto os sonará de algo…
Como complejo vitamínico, el REDOXON de Roche se llevaba la palma. La verdad es que era el único medicamento agradable que llegaba uno a tomar (bueno, quizás la Aspirina Infantil también). Sabía a Fanta, y era una pasada ver cómo se iba deshaciendo poco a poco en el agua, liberando un montón de burbujas y espuma… Si lo tomabas con agua fresquita, era casi como beberse un vaso de Mirinda :)

No tan agradable de pasar era el CALCIO 20… Venía a ser como si uno se tomase una cucharada de yeso con azúcar, por lo que recuerdo. Me parece que no había niño que se librase del CALCIO 20 en los 60-70, y si no, mirad la botella, a ver si no os evoca algún recuerdo: Deberíamos tener un esqueleto a prueba de bomba, con tanto calcio como nos llegaron a meter en nuestra niñez…


Y, siguiendo la misma lógica,  también deberíamos ser prácticamente indestructibles, al menos los que nos metimos entre pecho y espalda litros y litros de hierro en forma de viales bebibles. Uno siempre esperaba que no le ‘mandasen’ inyecciones, cuando iba al médico, pero cuando tenías que beberte una de esas ampollas de hierro… no sabías qué era mejor: Sabían exactamente como cuando chupabas el poste del columpio en el parque!



Bueno, quizás he exagerado un poco… No había nada más odioso que las inyecciones. Aún recuerdo el olor de la sala del ‘practicante’ (que así lo llamábamos entonces), y aquel hornillo de esterilizar siempre hirviendo en una esquina, con las jeringuillas y las agujas dentro. Jeringuillas de cristal, y agujas de acero. En aquella época prácticamente nada era desechable. Todo se esterilizaba y reutilizaba, aunque tengo serias dudas de si realmente, entre paciente y paciente, aquel material tenía tiempo de esterilizarse convenientemente :)
La bajada de pantalones, sobre las rodillas de mamá, el siniestro practicante golpeando con la uña las ampollas, y luego cortando con aquellas pequeñas limas la parte superior … Luego, los tres toques secos de nudillos y… El gran pinchazo! En fin, las inyecciones, para las madres, eran mano de santo. Parecía que se quedaban más tranquilas cuando te las recetaban. Supongo que era, según el pensamiento de la época, el medicamento más efectivo, puesto que también era el más puñetero y el que más fastidiaba!

Éstas eran las agujas que el practicante decía que NO nos ponía :)




Las más odiadas: Las de aceite de hígado de bacalao! Entraba muy, muy, muy mal, el susodicho aceite… qué dolor! (y eso que te las ponían SIN aguja, eh?)
En el ambulatorio (no Centro de Salud, o Centro de Asistencia Primaria) las cosas funcionaban de una forma muy diferente a la actual. Lo primero de todo, es que tenías que IR a coger número personalmente. Nada de llamadas telefónicas ni centrales de reserva. Te ponías a la cola, decías el nombre de tu médico y te sacaban de uno de aquellos pinchos una redondita de cartón perforada con el nombre del médico y el número pintados con bolígrafo azul (al menos, en mi ambulatorio lo hacían así). Era como si te dieran una moneda de pega, algo manoseada y pringosa por el uso (de hecho, y por el tamaño, probablemente usaban como plantilla una moneda de 10 duros de la época).
Luego, a esperar. Las colas eran interminables, y a menudo salían fuera del mismo edificio. Otra cosa que recuerdo es la poca higiene: En los alrededores del ambulatorio se esparcían todo tipo de restos procedentes de análisis de sangre, extracciones dentarias, y otras cosas más desagradables que me ahorraré describir. La verdad es que entonces, la gente tiraba las cosas directamente al suelo. Recuerdo perfectamente cuándo comenzaron a instalar papeleras, bien entrados los 70. Hasta ese momento, era normal arrojar las envueltas de los polos, papeles, etc. al suelo, sin más miramientos. Ahora ya ni me lo puedo imaginar. Me sentiría como uno de aquellos emigrados a Suiza que volvían con los bolsillos llenos de francos horrorizándose de ver las bárbaras costumbres de sus paisanos, que ya habían olvidado por completo.




Y qué decir de los médicos? Tenían otro rollete, la verdad. Lo primero es que, el que no se fumaba un cigarro, encendía un puro en la consulta. Yo aún recuerdo a nuestro médico ‘de cabecera’, el dr. Orta, pegándole caladas a un Ducados mientras le decía a mi madre que mi padre ‘debería dejar de fumar, para eliminar esa tos persistente’ (mi padre nunca iba al médico, ya que no le gustaba faltar al trabajo, por lo cual mandaba a mi madre, que le explicaba detalladamente al doctor los síntomas). ‘Por cierto, señora’ -añadía dando otra calada- ‘un día me tiene usted que traer una foto de su marido, a ver si así le veo la cara’…
En las casas de entonces, no faltaba un botiquín atiborrado de remedios y medicamentos. En la mía, éstos se almacenaban en una caja de latón muy bonita (que yo no me cansaba de inspeccionar en mis ratos libres). No faltaba el famoso OPTALIDÓN, años más tarde denominado la ‘droga del ama de casa’, ya que gracias a su composición rica en CODEÍNA, provocaba una adicción importante: vaso de café con leche, y optalidón, el Prozac de la época! Nuestras abuelas se contentaban con su botellita de Agua del Carmen, una combinación de tisana, melisa, tila y otras hierbas medicinales inocuas, en una suspensión de cierto grado alcohólico… No sabían nada, las abuelitas :)



Nuestros mayores tomaban también sellos de Melabón, mano de santo para cualquier tipo de dolor, y Cafiaspirina, y si teníamos tos, pues… Fórmula 44! (Fígaro, Fíigaroo). No sé si funcionaban muy bien, pero al menos estaban muy buenas… Y la forma triangular era super original.  Me gustaba ir viendo cómo se desgastaban a medida que las ibas chupando…





Y para nuestras heridas (una rodilla de niño que se preciase debía tener sus buenas costras), Mercromina Film (cómo manchaba, la puñetera) y esparadrapo Imperial con un poquito de algodón. Luego salieron las tiritas plásticas Famos (que se despegaban con el sudor que no veas). Ahora, lo bueno, lo bueno para las heridas, lo que las secaba ipso-facto eran… LOS POLVOS SULFAMIDAS. Esto no faltaba en casa nunca…





En fin, y resumiendo: el incipiente sistema sanitario que nos tocó vivir, a caballo aún entre la medicina tradicional y la ‘moderna’ de la época (yo aún me llevé alguna cataplasma que otra). Menos mal que las cosas han cambiado ‘un poquito’, aunque secretamente, seguiré echando de menos aquellas carrerillas con otros niños por unos ambulatorios atestados de pelos cardados y abuelos con boina…


6 comentarios:

  1. Menuda radiografia le has hecho al tema sanitario de la época... es que era así!

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  2. Y a todas partes con la cartilla por delante! :) Nada de tarjetas con banda magnética (y al final, las cosas funcionaban más o menos como ahora, si lo vas a mirar...)

    Algunas buenas costumbres se están perdiendo... En la mayoría de farmacias, ya no te dan aquellas bolsitas de caramelos. Al menos, te consolaban un poco cuando ibas a buscar las inyecciones! :)

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  3. A mí me dieron todas las inyecciones posibles, sobre todo las hipertemidas gammaglobulinas, que me han dejado los dientes feísimos pa los restos (te estropeaban el esmalte cosa mala).

    Cuando mi madre venía a buscarme al colegio neceser en mano yo ya sabía que iba a asearme un poco para ir al médico. Qué horror, por dios. Mi médico era el doctor Puy, y tenía el mismísimo bigote que Íñigo (recuerdo haberle preguntado si era su hermano, ja ja ja).

    Qué recuerdos.

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  4. Se hacía verdaderas burradas, entonces. Incluso se puso de moda operar a los niños de amígdalas en cuanto cogían unas cuantas amigdalitis... Se supone que, además, los críos hacían 'EL CAMBIO' :))) Sí, el cambio consistía en substituír las amigdalitis por faringitis :)))

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  5. Brutal era también lo de quemar con yna especie de soldador la fosas nasales infantiles ....así a lo vivo ¿No os suena esto?

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    1. Cuando era pequeño, me sangraba mucho la nariz. A veces las hemorragias eran muy aparatosas, y siempre nos pillaban en el peor sitio. Una vez, en la montaña, de excursión. Así pues, en tres o cuatro ocasiones tuve que pasar por lo que llamaban 'quemar la nariz'. Lo más molesto era la anestesia, ya que te metían unas tiras de algodón impregnadas en un líquido, con un aparato metálico. Luego, lo que yo recuerdo, es que daban unos toquecitos con algo parecido a un bastón con algo en la punta, pero no lo tengo en la memoria como un soldador... Yo creo que se trataba de un líquido cauterizador... Normalmente se trata de una venita superficial que con un ligero golpe o al sonarse, o simplemente al hacer un esfuerzo, sangraba. En fin, yo me pasé la infancia así, pero al llegar a la edad adulta, dejé de sangrar.

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